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ALFONSO X EL SABIO Y EL JUEGO

Hoy, 23 de noviembre de 2021, se cumple el VIII Centenario del nacimiento del rey Alfonso X el Sabio. Aquel día de 1221 nacía en Toledo el hijo de Fernando III el Santo y de Beatriz de Suabia, quien con los años se convertirá en el impulsor de un proyecto político y cultural que puso a la Corona de Castilla en vanguardia situando el reino entre los principales de Europa. Alfonso X el Sabio fue coronado en 1252 y su reinado se prolongó hasta su fallecimiento, en 1284. Retomó el viejo proyecto de su padre de continuar la Reconquista y controlar ambas orillas del estrecho de Gibraltar.


Siendo príncipe ya, llegó a un acuerdo de vasallaje con la taifa de Murcia lo que facilitaría su posterior incorporación a la Corona de Castilla. El rey es conocido con el sobrenombre de “El Sabio” porque promovió las artes, la literatura y las ciencias, creó ámbitos de encuentro entre las culturas peninsulares de la época y desarrolló una gran labor jurídica que se plasmó en sus célebres Siete Partidas.


Si hay una materia en la que se plasmó su genio total es todo lo relacionado con el juego. Supo apreciar el valor cultural del juego, tal como se plasmó en su célebre “Libro de los juegos”, obra fundamental para entender cómo era el entretenimiento en España durante la Edad Media.

Esta obra cumbre de la literatura medieval tiene por título completo “Juegos diversos de Ajedrez, dados, y tablas con sus explicaciones, ordenados por mandato del Rey don Alfonso el sabio”. Fue realizado por encargo de Alfonso X entre 1252 y 1284. En esta obra tiene un gran protagonismo el ajedrez pero también se relatan las reglas de una amplia y variada serie de juegos, muchos de ellos de azar. Además de los textos son célebres las representaciones de jugadores que ilustran cada capítulo.


El juego se nos presenta como un elemento de unión entre personas de distintas culturas y credos, dado que el juego iguala al judío, al cristiano y al musulmán. Determinados juegos que procedían de un entorno cultural lejano eran acogidos en tierras hispánicas y servían para que personas muy diferentes se sentasen juntas frente a un tablero, unos dados o un alquerque.

En el prólogo de esta obra se valora el juego de manera muy positiva:

Porque toda manera de alegría quiso Dios que oviesen los hombres en sí naturalmente porque pudiesen sufrir las cuitas y los trabajos cuando les viniesen, por ende los hombres buscaron muchas maneras porque esta alegría pudiesen haber cumplidamente. Onde por esta razón fallaron y ficieron muchas maneras de juegos y de trebejos con que se alegrasen.

El juego iguala a las personas “porque todos podían practicarlos, hombres, mujeres, viejos y flacos, libres y cautivos, en la tierra o en el mar, de noche o de día, con buen o mal tiempo”.

Con esta visión favorable del juego parece que se pone fin a siglos de prohibición pero los reguladores de entonces no pecaron de ingenuidad, sabían de los peligros de un juego clandestino o desregulado, y por eso plasmaron una precisa normativa sobre el juego en el “Ordenamiento de la tafurerías” (1276).


En el mismo se regulan las tafurerías (casas públicas de juego), término que procede del más conocido término actual “tahúr” o “tahurerías”. Alfonso X encargó al jurista Maestre Roldán que elaborase un texto articulado dado que no existía una ley especial que regulase los juegos que se desarrollaban en estas casas. Hasta entonces se había limitado a prohibirlos y en algunas etapas se había tolerado pero sin regulación alguna.


Fundamentalmente se pretendía en aquel momento que no hubiese engaños entre los jugadores, por lo que vemos un precedente claro de esa seguridad jurídica que debe presidir cualquier juego legalizado. Vemos también un precedente de la homologación del material de juego cuando en la Ley II se indican las graves sanciones que se imponían al que “metiere o jugare con dados plomados ni desvenados”, así como “dados afeitados”.

Dichas sanciones no solo afectaban a los jugadores sino que también se aplicaba a los responsables de estas casas de juegos (los tablajeros), y así en la Ley XV se establece que “Los tablajeros que consintieren o encubrieren alguno de los engaños de los defendimientos que defiende este Libro de la tafurerías, y fuere probado, haya otra tanto de pena como aquellos que dicen los malos dichos o facen los fechos o los engaños”.

El dinero que se manejaba en estas casas de juego (tafurerías) hacía que muchos amigos de lo ajeno se acercaran a ellas. La Ley XVI también contempla este peligro real cuando indica:


Los que dineros o peños hurtaren al tablajero de la tafurerías que pechen aquello que hurtaren doblado a su dueño, y si no ovieren de qué lo pechar, que yagan en la prisión hasta que cumplan de derecho y que lo pechen.

Los tablajeros no podían prestar dinero a los jugadores, admitiendo como prenda determinados objetos, y así en la Ley XXIII se señala que:

Sobre armas de caballero ni de escudero no empresten los tablajeros dineros, ni los que tienen las tafurerías del rey, y si lo hicieren que pierdan todo aquello que emprestaren, porque los caballeros y escuderos precian muchos sus armas, y es peligrosa cosa de vender.


También en la Ley XIX se trata de prevenir determinados engaños que pongan en peligro objetos valiosos de un jugador inexperto:

En juego ninguno oro ni plata, ni sortija, ni piedra, ni anillo, que no valga en parada, ni en muestra encubierta, ni en otra manera, si antes no hiciere saber primeramente a aquellos con quién juega, porque los sabedores y engañadores de los dados de las tafurerías, hacen vuelta y muestra con ellos a aquellos que menos saben de ellos.

Las tafurerías legales, además de aportar seguridad jurídica frente al juego clandestino, también suponían una importante fuente de ingresos para las arcas del rey. Dichos establecimientos se arrendaban a particulares a cambio de un determinado canon. El juego fuera de estos establecimientos se consideraba ilegal y estaba penado, tal como se indica en la Ley XXXII:

Aquellos que jugaren fuera de las tafurerías del rey sin mandamiento de aquellos que las tuvieren después que fueren arrendadas o puestas en recaudo, que peche cada uno de ellos por cada vez que le fuere probado diez maravedíes de la moneda nueva. Y si el tablajero que sacare el tablaje lo consintiere o lo encubriere en su casa, que peche veinte maravedíes de la moneda sobredicha cada vez que le fuere probado que lo hace.

No obstante, el ordenamiento es permisivo con determinadas prácticas sociales, al contemplar que se puedan jugar objetos de poco valor o simplemente la comida o la bebida que van a consumir en señal de amistad los jugadores después de la partida, pudiéndolo hacer fuera de las tafurerías. Otra cosa es que esa comida o bebida tenga un valor superior y se lleve a otro lugar por parte de quien haya ganado la partida.

Así, la Ley XXXI regula lo siguiente:


Aquellos que jugaren vino o cosas de comer en la tafurerías, o en otros lugares, que jueguen sin pena y sin calumnia ninguno y que lo coman luego y lo beban. Mas si le fuere probado que se aparta el comer para llevarlo a casa o a otro lugar; o se quitare por dinero, o quitare vino en la cuba o tinaja o en el odre, o da dineros a otro por el vino que ha perdido o por las cosas de comer a aquel a quien juega y lo gana por esta tafurería, es tanto como seco: que peche la calumnia.


Este ordenamiento nos puede sorprender a los propios reguladores del siglo XXI al comprobar cómo aspectos que son objeto de regulación hace más siete siglos siguen preocupando actualmente. En el ordenamiento también se protegía los elementos del juego, que debían ser preservado de cualquier ataque fruto de la ira del jugador, probablemente tras haberle sido la suerte esquiva. Se prohíbe que el jugador haga rayaduras en el tablero con un cuchillo o con una piedra, y se pena tal conducta con medio maravedí cada vez que se realice. Curiosamente no se sancionaba con tal cantidad cuando el tablero de juego había sido roto con la propia cabeza o con cualquier otra parte del cuerpo, siempre y cuando no se hubiera producido daño o lesión a otro jugador. Si el jugador no tenía con qué pagar era encarcelado.

En todo procedimiento iniciado por una cuestión regulada en el ordenamiento de las tafurerías había ciertas garantías jurídicas. En los pleitos que se incoaran para la persecución de un delito de estas características se permitía que fuera testigo cualquier cristiano mayor de 16 años, que no fuera el propio denunciante ni su paniaguado. Con este requisito parecía negarse implícitamente la capacidad para testificar de judíos y mudéjares. No obstante, en la Ley XLI se establecen las distintas modalidades de juramento que debían prestar los cristianos, los musulmanesy los judíos ante una cuestión suscitada en una tafurería.


Al margen de las peculiaridades propias de la época y de toda esta regulación, vemos que Alfonso X el Sabio enmarca el juego como un producto cultural objeto de atención.

También contempla la necesidad de regularlo y establecer un régimen sancionador para su correcto desarrollo. A través de la obra cultural y jurídica de Alfonso X el Sabio se demuestra que el juego es parte de nuestro legado cultural. Relacionamos el juego con la niñez pero también ha sido siempre una forma de entretenimiento y de socialización para los adultos, tal como lo es en la actualidad y tal como ya lo era en la Edad Media.

Por todo ello es justo recordar hoy, 800 después de su nacimiento, a quien ordenó regular las tafurerías y que, tal como se indica en el preámbulo del mismo, no era otro que “el muy noble y muy alto señor, don Alfonso, por la gracia de Dios, rey de Castilla, de León, de Toledo, de Galicia, de Sevilla, de Córdoba, de Murcia, de Jaén y del Algarbe”.


Máximo López Vilaboa

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